Traducción de un artículo de Hannah Wallen.
Traductora: E. V. In’Morales
Revisor: El Ratel
No, este artículo no habla sobre la violación. De hecho, es todo lo contrario. Trata sobre alejarse, salir corriendo incluso. Concretamente, es sobre el derecho a salir corriendo; el derecho de los hombres a negarse a confiar, a evitar centrarse en las relaciones y a no abrirse a las mujeres más allá del nivel de interacción más superficial.
¿Por qué?
Porque las mismas personas que defienden a quienes acusan en falso, que despotrican contra el derecho de los hombres a un juicio justo en los tribunales penales y familiares, que pretenden tener al mismo tiempo superioridad moral y derecho a infamar impunemente, que zarandean a los hombres, los derriban, los pisan y los patean mientras están en el suelo… esas mismas personas tienen el increíble valor de afectar asombro y horror cuando esos hombres difamados se hartan, se levantan, vuelven la espalda y se marchan. Mi opinión ante esa respuesta es simple: cerrad el pico, señoritas. Es culpa vuestra. No tenéis ningún derecho a quejaros.
En las últimas semanas, he participado en unas cuantas discusiones sobre el movimiento MGTOW (Men Going Their Own Way – Hombres que siguen su propio camino). En ese proceso, he aprendido que las mujeres que comprenden la evolución de un hombre que sigue su propio camino y que están dispuestas a reconocer que no tenemos derecho a quejarnos al respecto, son más bien pocas y distantes entre sí. Lo que a menudo he escuchado por parte de otras mujeres es, en el mejor de los casos, hipócrita, un intento de “animarlos”: “no todas las mujeres son así”, y “no dejes que unas cuantas ovejas negras echen a perder tu impresión de las mujeres”; palabras vacías, cuando se ofrecen a supervivientes de un maltrato crónico o habitual. En el peor de los casos, se responde con negación, acusaciones, y resentimiento, versiones elaboradas de “cómo se atreve a retirarnos su respeto”, “cómo se atreve a rechazar nuestro juicio” y “cómo se atreve a negarse a nuestro control”, que nos son más que la exigencia de que los hombres no aprendan de la experiencia. La mayoría de estas respuestas parecen surgir del sentido de la propiedad que sienten las feministas sobre el ámbito de las relaciones, la interacción social entre los sexos y, particularmente, la interacción sexual.
El tratamiento general social y legal hacia los hombres ha empezado a recordarme un libro que estudié en el instituto, en clase de literatura: Black Boy (Chico Negro) de Richard Wright. El pasaje que me viene a la cabeza por sus paralelismos es el relato de la primera entrevista de trabajo de Wright.
“¿Quieres el trabajo?” preguntó la mujer.
“Sí, señora”, le dije, temeroso de confiar en mi propio juicio.
“Ahora, chaval, quiero hacerte una pregunta y quiero que me digas la verdad”, dijo ella.
“Sí señora”, dije, muy atento.
“¿Robas?”, preguntó seriamente.
Me eché a reír, luego me refrené… había cometido un error durante mis primeros cinco minutos en el mundo blanco. Bajé la cabeza.
“No, señora”, murmuré. “No robo.”
Ella me miró fijamente, tratando de decidirse.
“Ya, mira, no queremos un negro descarado por aquí.”
“No, señora”, le aseguré. “No soy descarado.”
Wright describe a continuación su incredulidad ante la absurda expectativa de la mujer de que contestase con sinceridad a esa clase de pregunta, pero recuerdo que, cuando leí la historia, me sentí indignada ante las suposiciones implícitas de la pregunta de la mujer. La pregunta sugería que el hecho de ser negro implicaba ser sospechoso. El resto de la discusión demostraba ese sentido de superioridad entre los blancos racistas, que provocaba que todas las personas de color fuesen tratadas como niños, como se menciona en el texto que seguía a la conversación. Además, la cándida presentación de ese insulto representado por la pregunta inicial, “¿Robas?” me impactó por su dureza, crueldad y elitismo. Esta mujer se sentía con el derecho a tratar a Wright como un ser inferior simplemente por el color de su piel. Para ella, su capacidad para formar y adherirse a un código moral era cuestionable, y su respuesta emocional ante los malos tratos y los prejuicios era irrelevante, todo ello por el simple motivo de ser negro. Abandoné la discusión con un sentimiento de impotente disgusto e ira hacia las personas que adoptaban una perspectiva tan brutal y despiadada. Me preguntaba qué demonios le pasaba a esa gente como para que pudiesen vivir de esa forma, pensar de esa forma, hablar de esa forma, en las mismas narices de otros seres humanos.
Antiguamente, esa clase de tratamiento hacia las minorías era evidente y generalizado, apoyado en la sociedad por escritos políticos llenos de razonamientos inventados y excusas baratas, bien ejemplificados por esta cita de John C. Calhoun del 6 de febrero de 1837, en un discurso ante el Senado.
Puedo afirmar en verdad, que en pocos países se le da tanto al trabajador, y se le pide tan poco a cambio, o se preste más atención a su enfermedad o a los achaques de la edad. Comparen su condición con la de los residentes de los hospicios de los lugares más civilizados de Europa: observen por un lado a los esclavos enfermos o ancianos, rodeados de sus familiares y amigos, bajo la atenta supervisión de sus amos y amas, y compárenlos con la condición triste y desgraciada del mendigo en el hospicio…
Este discurso rezuma condescendencia. La hipocresía de un político al servicio de una nación que se fundó gracias a la lucha de un grupo por liberarse del control de otro grupo que lo consideraba inferior, pone de manifiesto la arrogancia y pomposidad de esa cultura de la supremacía. Es preciso considerarse superior para llegar a pensar que las agresiones y la opresión que se infligen contra otro grupo constituyen un acto de bondad. Es preciso estar completamente sumido en el terreno pantanoso de la intolerancia intelectual para poder presumir de tratar a otros con un desprecio tan falsamente benevolente.
Veo los mismos rasgos en la actitud actual de las feministas hacia los hombres: los tratan como si fueran poco más que animales con tendencias violentas e impulsos sexuales apenas contenidos, en vez de seres humanos de pleno derecho. La jefa blanca de Wright lo trataba como a alguien deshonesto, estúpido, alguien emocionalmente incapaz de sentirse ofendido, o sin derecho a hacer nada al respecto. El feminismo representa de forma unilateral a los hombres con generalizaciones igualmente prejuiciosas e indiscriminadas. Los hombres son tratados como delincuentes en potencia; maltratadores, atracadores, depredadores, abusadores, violadores, asesinos; son representados como ineptos, perezosos, negligentes, carentes de madurez y sensibilidad emocional, e intelectualmente inferiores, todo ello con el propósito de justificar el hecho de estar sometiéndolos al mismo tratamiento desdeñoso y autoritario que sufrían las minorías, y que el movimiento de los derechos civiles trató activamente de eliminar a lo largo de la historia.
El activismo feminista ha acorralado a los hombres, los ha confinado en roles limitados y definidos, imposibles de cumplir. En caso de conflicto entre el hombre y la mujer, numerosas leyes occidentales designan a los hombres como perpetradores, presuntos culpables hasta que se demuestre su inocencia. En los tribunales familiares, los hombres se han convertido en no-personas, no-padres, intrusos que suplican participar mínimamente en la vida de sus hijos (mendigando las migajas de la mesa de la participación parental), no-merecedores de consideración ni de empatía alguna y, sin embargo, completamente responsables del bienestar de las familias de las que ya han sido expulsados. En la educación y en el trabajo, hombres de todas las edades son objeto de acoso y de persecución; se utilizan recursos humanos y políticas de comportamiento centradas en las mujeres para dar a estas últimas el control sobre absolutamente todos los aspectos de la interacción humana. Literalmente, todo lo que digan, y todo lo que no digan, puede ser utilizado en su contra. En la vida diaria, los hombres son sometidos a un humor despectivo que las mujeres no tienen por qué tolerar, un tratamiento de sospecha que las mujeres no aceptarían, críticas y demonización de sus comportamientos naturales que las mujeres han luchado por eliminar, una cosificación que las mujeres se niegan a aceptar, y presiones para ajustarse a patrones de sacrificio y de control de los instintos contra los que las mujeres han protestado durante generaciones. Cada exposición al escrutinio y al comportamiento femenino, desde la interacción cotidiana más simple hasta las complejidades de las relaciones, supone para los hombres una amenaza de censura injustificada según las normas feministas de interacción intersexual.
La actitud femenina (generalizada) de desprecio arrogante, combinada con un activismo que ha conseguido pasar por encima de los derechos humanos de los hombres con el fin de perseguir los intereses femeninos, y la aplicación de una doble moral en todos los aspectos de la interacción hombre-mujer, ha llevado a algunos hombres más allá del punto de tolerancia razonable. En respuesta, han decidido retirarse de la palestra de las relaciones hombre-mujer en todos los sentidos, negándose a hacer inversiones personales colaborativas con ninguna mujer. Esa vulnerabilidad podría provocar que lo utilizasen, abusasen de él, lo acusasen, lo juzgasen y lo esclavizasen. ¿Para qué arriesgarse?
Y ahora, después de la presión, el resentimiento, la amargura, la ira, el odio, la culpa, la vergüenza y las mentiras continuas que se han descargado sobre los hombres como grupo, después de exigir primero la igualdad, después un trato de favor y ahora el poder absoluto, después de echar a los hombres a un lado, buscando el interés propio, la femosfera tiene las agallas de ofenderse por el rechazo que representa el MGTOW.
La base de esas protestas parece ser la afirmación de que, por su mera existencia, los hombres les deben a las mujeres un cierto nivel de consideración. Se supone que no les debe importar que actualmente las mujeres estén abusando del poder ganado por las feministas, que estén utilizando con éxito las denuncias falsas como un arma, un medio para evitar que los padres quieran mantener las relaciones familiares después de un divorcio o una separación, como herramienta de control de cualquier interacción con los hombres, e incluso como medio para atraer la atención y la simpatía de otras mujeres. Se espera que los hombres ignoren el peligro real de ser sometido a cualquier cosa, desde la censura pública hasta acusaciones judiciales y encarcelamiento sin defensa posible contra mentiras y otros comportamientos similares.
Aun cuando todos los hombres son tratados como sospechosos perpetuos, y a pesar de los abusos que puedan haber sufrido en interacciones previas, se supone que deben dar por hecho que cualquier mujer que conozcan es inocente. A pesar de haber sido cosificados, marginalizados y devaluados, se espera que muestren respeto social hacia nuestro sexo, dando por hecho nuestra bondad de carácter, nuestro altruismo y nuestra alta disposición moral, sin más pruebas que la diferencia genital. Tras décadas de protestas feministas en contra de los roles tradicionales en las relaciones, y exigiendo la igualdad sexual, se requiere que los hombres acepten un conjunto de reglas de interacción impuestas, cuyo propósito es tratar la sexualidad femenina como un lujo, al mismo tiempo que ignoran el motivo mercenario y explotador que se esconde tras los aros por los que se les obliga a saltar.
De alguna forma, a pesar de la afirmación feminista de que las mujeres tienen derecho a buscar la gratificación sexual con el mismo entusiasmo e indiferencia que ellas mismas atribuyen a los hombres, todavía se espera que los hombres hagan todo el esfuerzo, permitiendo que las mujeres valoren lo que pueden obtener de esa interacción. Aunque el activismo feminista ha luchado para liberar a las mujeres de la presunción del consentimiento sexual femenino dentro de una relación sentimental, continúan exigiendo lo contrario: el consentimiento masculino a una relación sentimental en respuesta a la interacción sexual. La decisión de los hombres de ignorar esas expectativas, de negarse a doblegarse ante la naturaleza rapaz del criterio femenino en cuestión de citas y cortejo, representa un corte de mangas ante la situación de privilegio existente. Y en lugar de reconocer el nivel extremo al que las mujeres, bajo las normas sociales modernas, han llevado ese privilegio, las feministas tratan esa resistencia como una forma de insubordinación, alegando que, al retirarnos su confianza e intimidad (de la que han abusado en exceso), los hombres nos niegan a las mujeres el control sobre nuestra propia sexualidad. El argumento, reducido a su nivel más básico, es que para poder garantizar la libertad sexual femenina, a los hombres no se les puede otorgar ese mismo derecho a decir “no”. Las feministas reclaman el derecho de propiedad y el control sobre la capacidad de dar consentimiento, de forma absoluta y sin compromisos. Esto, reducido a su forma más simple, no es más que la exigencia de que los hombres heterosexuales se sometan a su voluntad y se conviertan en esclavos.
Señoritas, ¿qué razón sincera y apremiante podéis ofrecer para contrarrestar las circunstancias actuales que provocaron esta reacción defensivo? ¿Le aconsejaríais seriamente a alguien volver a poner su corazón en la picadora de carne en la que se ha convertido el proceso de cortejo humano bajo la administración y regulación del feminismo moderno? ¿Qué recompensa potencial podríais ofrecer, que no haya sido previamente arruinada por otras mujeres? ¿Qué protección podéis garantizar, que no haya sido erradicada por el activismo feminista? ¿Qué consuelo podéis ofrecer, que constituya algo más que palabras vacías? Mi respuesta a todas las preguntas anteriores, y la única respuesta sincera que puedo formular, es “ninguna”.
Esta situación la hemos creado nosotros; no se trata de una circunstancia que los hombres nos hayan impuesto. Si realmente nos preocupa la creciente distancia que separa a los hombres y a las mujeres, si tenemos la más mínima motivación para recuperar la estima y el interés de los hombres, necesitamos darnos cuenta de que no es su deber hacerlo. Es el nuestro. Si no queremos que los hombres sigan su propio camino, deberíamos dejar de maltratarlos. Y si no podemos dejar de hacerlo, debemos aceptar que, con el tiempo, “maltratarlos” se convierte en “alejarlos”. Tenemos ante nosotras una decisión: esforzarnos por recuperar esa estima, esa confianza y esa consideración a las que estaban acostumbradas las generaciones de mujeres pasadas… o aceptar el rol antagonista al que las feministas nos han empujado sin miramientos, y renunciar al privilegio que se asocia a ser el “sexo débil”.
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