Traducción de un artículo original de GirlWritesWhat, publicado el 15 de septiembre de 2011.
Sé que muchos de vosotros estaréis esperando que esto sea una perorata sobre cómo el feminismo ha denigrado y demonizado la sexualidad masculina, y cómo ha criticado las cualidades agresivas de la masculinidad (ambición, éxito, competitividad, autoafirmación), que tan útiles han sido para la sociedad desde el principio de los tiempos.
Para muchos no es ningún secreto que el feminismo está encantado de fortalecer, manipular e incluso codificar las normas culturales sobre masculinidad, cuando le conviene: en el discurso, políticas y legislación sobre violencia doméstica y agresión sexual, en el derecho familiar, etc.
Pero de lo que quiero hablar es de la manipulación e imposición, por parte del feminismo, de otras cualidades masculinas que la mayoría de la gente no suele relacionar con el feminismo. Si bien la sociedad se ha visto beneficiada por los hombres ambiciosos y de éxito (los científicos, inventores, artistas, líderes, etc., que ocupaban los niveles superiores de la escala social), no podemos olvidar que por cada William Shakespeare, por cada Enrique V y por cada Isaac Newton había mil y o diez mil engranajes masculinos en la maquinaria de la sociedad, rompiéndose la espalda obedientemente y haciendo que todo funcionase, a menudo a expensas de su salud, su felicidad y sus vidas.
Estos hombres eran diligentes, honorables, responsables, sacrificados, generosos, trabajadores, decentes y devotos a aquellos que estaban a su cargo. “Rómpete el alma trabajando”, “A currar”, “Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer”, “Madura, trabaja, haz algo con tu vida.”
Siempre he pensado que no hay tanta diferencia entre un “mangina” y lo que siempre se ha considerado “un hombre de verdad”. Los manginas y los hombres de verdad son generosos, considerados con los demás (sobre todo con las mujeres) y ponen el beneficio de los demás (sobre todo de las mujeres) por encima del suyo propio. Se ha acusado a los manginas (seguramente con razón) de comportarse así con la esperanza (por lo general, inútil) de ser recompensados con sexo. Los hombres de verdad, históricamente, se comportaban así porque era necesario, y porque hasta hace muy poco, los esfuerzos y sacrificios de un hombre de verdad valían la recompensa recibida, aunque esas recompensas sólo consistieran en el reconocimiento y apreciación social, y la devoción recíproca de una mujer.
Un hombre de verdad ayuda a una mujer a mover sus cosas, y a cambio espera un “gracias”. Un mangina se desvive por congraciarse con ella ayudándola, y después tolera que ella lo trate como a un gilipollas por ello.
¿Y “los tíos”? Cuando una mujer necesita llevar los muebles de un piso a otro, “los tíos” no responden a la llamada y activan el buzón de voz. ¿Y si ella quiere compromiso? Que le den por saco, a él le basta con su Xbox.
El colectivo feminista, al que esta situación le hace rechinar los dientes, está tan desesperado como los sectores más tradicionales de la sociedad; todos se rascan la cabeza y se preguntan a dónde han ido los hombres de verdad.
Nos hemos acostumbrado tanto al sentido del deber, la obligación y la responsabilidad de los hombres para con las mujeres, los niños y la sociedad, que no éramos conscientes de lo que teníamos hasta que nos dimos cuenta de que estaba desapareciendo. Y no hay mejor forma de comprobar el enfado y los lamentos ante el abandono de esos roles por parte de los hombres, que analizando lo que muchas feministas dicen de “los tíos”.
Tanto los feministas como los tradicionalistas describen a los tíos (o a los MGTOW, los Hombres que van por su propio camino) de esta forma: irresponsables hasta la repugnancia, con fobia al compromiso, perdedores, Peter Pans, que están desperdiciando sus vidas y que se niegan a “madurar”. Recordemos que no se trata de hombres que reciben prestaciones sociales. Son autosuficientes, no son parásitos de su familia ni de la sociedad. No se pasean por las calles a las tres de la madrugada despertando a los bebés y rompiendo buzones, ni se niegan a pagar sus impuestos. Pero como dijo una vez Kay Hymowitz, son libres de vivir en “el paraíso de los cerdos” hasta que las mujeres se hartan y acuden a un banco de esperma.
Pero reflexionemos un poco sobre lo que dicen estas críticas acerca de nuestras expectativas de los hombres (incluso las expectativas feministas).
Las quejas no dicen que los hombres sean una carga para los demás, o para la sociedad, sino que se niegan a ocuparse de las cargas ajenas. Esta crítica está a años luz de las críticas (limitadas y muy poco frecuentes) contra las mujeres (y la condena absoluta a los hombres) cuando aceptan voluntariamente una responsabilidad, por ejemplo, teniendo hijos, y después no consiguen estar a la altura. No, esto consiste en que “los hombres no hacéis lo que quieren las mujeres, y lo que quieren es que les den todo lo que quieren”.
Las mujeres se han pasado los últimos 50 o 75 años modificando los roles en los que estaban atrapadas, negociando y renegociando con la sociedad lo que se consideraba aceptable y lo que se consideraba excesivo. Se han deshecho de sus cadenas: son libres de definirse como mujeres, y de priorizar su satisfacción personal. Hasta hace poco, los hombres han seguido como siempre: trabajando, buscando el éxito y dedicándose a las mujeres y a los hijos, colocando el bienestar de los demás por encima del suyo propio.
Y creo que las mujeres, y la sociedad, dieron por hecho que los hombres seguirían haciendo eso mismo: trabajando, siendo responsables, diligentes y honorables, esforzándose y sacrificándose en beneficio de la sociedad o de la mujer, buscando el éxito, construyendo, etc… incluso aunque haya desaparecido por completo una inmensa parte de los beneficios que solían recibir a cambio de esos esfuerzos, a cambio de dar prioridad a los demás. Lo que antes era una servidumbre bien recompensada es ahora una pesadísima forma de encarcelamiento.
En serio, ¿cuánto tiempo esperas que un hombre siga estando a la altura de esas expectativas, si la sociedad deja de respetarlo o de agradecérselo, si lo único que hace es amenazarlo con arrebatarle aquello que ha construido, aquello que ama, si lo despluma cada vez más y no para de decirle que es un idiota, que es malo, que es innecesario, que es una mierda?
Muchas escritoras feministas se han esforzado muchísimo durante años para contarle a todo el mundo lo tremendamente gilipollas que son y que han sido siempre los hombres. E incluso cuando los hombres hacen cosas increíbles, como trabajar sin descanso para rescatar a unos niños atrapados en una escuela después de un tsunami, no es más que otra oportunidad para recordar al público que esa situación caótica pone a los niños en peligro de caer en manos de pedófilos (que siempre son hombres, claro). Cuando los hombres mueren salvando vidas, son agentes de policía o bomberos, pero cuando disparan a un montón de inocentes en un centro comercial, son hombres. Joder, es que hasta los millones de hombres que han perdido sus vidas de manera cruel y brutal en un campo de batalla a lo largo de la historia, hasta su tragedia y su sufrimiento, pueden ser aprovechados por las feministas para demostrar (a quien esté dispuesto a escucharlas) que las mujeres siempre han estado en peor situación.
¿Quién puede culpar a los hombres por empezar, finalmente, a mandarlo todo a la mierda? ¿Para qué te vas adaptar al molde si sólo te van a tratar de gilipollas? Algunos (sobre todo los PUA, los artistas de la seducción), piensan que, ya que les van a insultar, por lo menos conviene sacar algún provecho.
Por primera vez en la historia, los hombres están empezando a hacer lo que les satisface a ellos, incluso si no beneficia a las mujeres ni a la sociedad; incluso si cabrea a las mujeres y a la sociedad. Y TODO EL MUNDO está perdiendo los papeles.
No voy a mentir: esta pastilla le resulta difícil de tragar a todo el mundo, porque esas mismas características (deber, honor, devoción, sacrificio, responsabilidad) son las características sobre las que se construyen las sociedades. Sin ellas, todo se reduce a un “sálvese quien pueda”.
Y el feminismo, que ha animado a la mujer a buscar su propia satisfacción, a ser fiel a sí misma y a romper con los roles en los que estaba atrapada; que insiste en que las normas de género patriarcales nos perjudican a todos, debería estar celebrando que los hombres se deshagan de sus cadenas cada vez más, que los hombres aplasten el patriarcado huyendo de la masculinidad tradicional, y dedicándose a fumar hierba con sus colegas. Pero no lo hace, porque el propio feminismo ha dependido de esos roles masculinos, tanto como las mujeres individuales han dependido de dichos roles durante toda la historia de la humanidad.
Es decir: el movimiento feminista al completo, y la reacción social ante dicho movimiento (que ha consistido en una rápida rendición) se reduce a la interacción de dos normas de género tradicionales, ¿verdad? Las mujeres querían que las protegieran, las mantuvieran y les dieran las cosas que querían y necesitaban. Y los hombres, en su mayor parte, lo han estado haciendo durante décadas, incluso cuando lo que las mujeres decían querer y necesitar iba cambiando. Los gobiernos, mayoritariamente masculinos, han aprobado leyes y promulgado políticas públicas para dar a las mujeres lo que querían (libertad, protección, manutención, apoyo y oportunidades), y los hombres individuales han seguido dándole a la mujer lo que decía querer y necesitar (libertad, manutención, apoyo, comprensión y alojamiento).
Esas son las dos normas de género patriarcales que llevan funcionando desde los inicios del movimiento feminista: las mujeres pedían algo, y los hombres lo hacían o lo aceptaban para satisfacerlas. Así que debe de haber sido un shock para las mujeres el que los hombres hayan empezado a ponerse firmes y a decir “Ya está bien, ahora yo voy primero. Ya tengo mis propios problemas”. El movimiento por los derechos de los hombres no ha hecho más que intentar que esto lo entiendan las feministas y las mujeres en general, y es como si dos normas de género hubieran estallado al mismo tiempo: la norma que dice que a las mujeres se les deben consentir sus necesidades y deseos, y la norma que dice que los hombres deben ser complacientes con ellas.
¿Y qué pasa con las feministas más radicales? A mí me parece que el feminismo radical es una especie de laboratorio colectivo para saber hasta qué punto se pueden exceder. “¿Vais a dejar que nos salgamos con la nuestra en este asunto? Hmm, parece que sí. ¿Y con esto? Esta vez estamos hablando fatal de vosotros. ¿Lo vais a dejar estar? Hmmm, vale, ¡seguro que ESTO no lo dejáis pasar!”.
Y cuanto más tiempo ha aguantado la gente, y cuanto más tiempo ha permitido que se salgan con la suya, más lejos llegan y más lejos se coloca la frontera. Esta rabieta colectiva que se ha producido cuando los hombres empiezan a decir basta —ya sea mediante activismo y defensa de la igualdad de los hombres, o jugando a la Xbox y negándose a dedicar su vida a hacer lo que quieran las mujeres—, es similar a la rabieta de un niño de tres años al que no se le quieren comprar caramelos en la cola del supermercado.
Y en cuanto a mí… ¿quiero acaso que los hombres abandonen los roles que han tenido a lo largo de la historia? Sinceramente, no. Esos roles son beneficiosos para la sociedad, y permiten hacer cosas que es necesario que se hagan. ¿Pero acaso culpo a los hombres por decir “Y una mierda, ahora sólo me voy a preocupar de mí mismo”? ¿Por qué iban a hacer otra cosa distinta? Ya no queda ningún beneficio para los hombres que intentan cumplir esas expectativas, ni siquiera el agradecimiento; sólo riesgos, castigos y la recompensa de que te llamen gilipollas, hagas lo que hagas.
¿Quién coño quiere eso?
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